Luis
llevaba la cuenta de los días marcándolos con unas rayas en la balsa, pero se
confundió al colocar 28, 29 y 30 de febrero, así que dejó de marcar los días
para evitar mayores confusiones. Su cuerpo estaba lleno de ampollas por el sol
y le costaba trabajo respirar; seguía sin comer ni beber así que decidió tomar
un poco de agua de mar, que no le quitó la sed, pero lo refrescó.
A
las 5:00 en punto llegaban los tiburones, todavía indecisos por atacar la balsa
pero atraídos por su color blanco.
Jaime
Manjarrés lo siguió visitando cada noche y entre tanto, conversaban. De pronto,
como a 30 km, Luis vio un barco que se movía lentamente. Estaba agotado y había
brisa en su contra que le impedía acercarse más a pesar de sus esfuerzos por
remar. Desolado en el mar, comenzó a gritar, pero el barco desapareció. En la
mañana de su quinto día, trató de desviar la dirección de su balsa porque temía
llegar a una isla habitada por caníbales, y en ese caso el agua resultaba ser
más segura que la tierra.
Al
mediodía trató de incorporarse para probar sus fuerzas, pero sólo sintió que
ese era el momento que, según sus instructores, el cuerpo no se siente, no se
piensa en nada y hay que amarrarse a la balsa. Durante la guerra, muchos
cadáveres fueron encontrados atados a las balsas, descompuestos y picoteados
por las aves.
Por
primera vez en cinco días, los peces golpeaban contra la balsa, talvez porque
su cuerpo se empezaba a podrir.
De
pronto aparecieron siete gaviotas, esperanza de que la tierra estaba cerca, a
dos días aproximadamente. Una pequeña gaviota permaneció al borde de la balsa y
Luis esperó pacientemente e inmóvil a que ésta se acercara más para apresarla y
comerla.
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