Luis
había escuchado de sus instructores que no debían matar a las gaviotas que son
las nobles señales de la salvación, pero el hambre superaba sus principios y
cuando la gaviota se acercó más, de un
tirón la capturó y le rompió el cuello, pero al verle las víceras, sentir su
sangre caliente y la imposibilidad de desplumarla, sólo sintió repugnancia y no
pudo comerla porque sentía que comía una rana. Tampoco podía utilizar la
gaviota como carnada porque no tenía nada con qué pescar.
Tiró
los restos de la gaviota y los peces se disputaron sus restos. Aquella era su
sexta noche y por primera vez salía la luna que iluminaba el mar
espectralmente. Esa noche, su compañero no lo visitó y cada vez que perdía la
esperanza el reflejo de la luz le figuraba un barco que podía rescatarlo.
El
sexto día no recordaba lo que había ocurrido, pues se sentía entre la vida y la
muerte. Hizo un enorme esfuerzo para amarrarse a la balsa para no morir
devorado por los tiburones. Sus mandíbulas le dolían por falta de uso y recordó
que llevaba consigo las dos tarjetas del almacén en Mobile y optó por
mascarlas, lo cual resultó un gran alivio. De pronto, volvió a ver las siete
gaviotas y la esperanza resurgió. El
deseo por seguir mascando lo hizo masticar inútilmente sus zapatos de caucho.
La
séptima noche consiguió dormir y a veces se despertaba por el golpe de las
olas, pero pronto reconciliaba el sueño.